Hace unos días leíamos en portada de LAS PROVINCIAS una inquietante noticia avisando que la policía puede grabar conversaciones desde los teléfonos móviles incluso estando éstos desconectados. La noticia, recogida también en muchos otros medios de comunicación, nos alertaba sobre la posibilidad real de que alguien, sin el debido soporte de la ley y los jueces, nos pudiera grabar en cualquier momento.
Por otra parte, leemos a menudo sobre los múltiples aparatos presentes en nuestros hogares y en sistemas que llevamos encima que están en permanente escucha: ordenadores con cámara y micrófono que pueden ser activados remotamente sin que el usuario lo permita o lo conozca, televisores inteligentes que escuchan posibles órdenes verbales del usuario y que están conectados a la red, donde pueden perfectamente subir las grabaciones, teléfonos avanzados con reconocedores de voz dotados de inteligencia artificial (Siri en los iPhone, Cortana en Windows o Now en Google).
Y no sólo nos escuchan esos aparatos, de los que ya sospechamos que son “inteligentes”. Existen ya termostatos, frigoríficos, lavadoras y cocinas que escuchan y que, de una manera u otra, se conectan a la red donde suben las grabaciones para reconocer el contenido, traducirlo o producir una transacción.
Y por supuesto están los coches, que cada vez más también hablan, escuchan y están conectados a la red.
Estas tecnologías son referidas por los medios especializados con el término Internet de las Cosas (en inglés IoT = Internet of Things). Tecnologías que, unidas al “Big Data” (capacidad de analizar cantidades masivas de datos para encontrar secuencias o patrones de comportamiento con los que detectar eventos o predecir tendencias en tiempo real) constituyen un cóctel de potencia explosiva.
¿Dónde queda nuestra privacidad?
La respuesta a nuestras inquietudes sobre el respeto a la privacidad y protección de datos personales, más allá de lo que diga la legislación, es algo que “de facto” evoluciona con el tiempo.
Pensemos por ejemplo en cómo cambió la percepción de la privacidad cuando a finales del siglo XIX empezó a extenderse de forma masiva la prensa escrita (en 1895 el periódico diario de “Le Petit Journal” tenía una tirada impresa de ¡dos millones de ejemplares!). Esta difusión masiva, unida a la extensión de las hemerotecas y documentalistas, trajo una mayor transparencia a la vida social y una pérdida de privacidad.
Más de un siglo después, con la masiva extensión de Internet en móviles inteligentes con cámaras y con geoposicionamiento, los temores a la pérdida de privacidad que a buen seguro habría a finales del siglo XIX se han convertido en una minucia.
Porque además, si a la información obtenida de todos estos equipos mencionados, que pueden escuchar y grabar sin control del usuario, le unimos la información obtenida con los dispositivos “ponibles” (wearables) que registran y transmiten a la red constantes vitales y parámetros de salud, tenemos servido un cóctel explosivo anunciado.
Y muy especialmente si esa información cae en manos de “los malos”.
La preocupación está fundamentada. Y las grandes compañías reaccionan: el reciente nombramiento por parte del nuevo presidente de Telefónica, José María Álvarez Pallete del “hacker” Chema Alonso como máximo director ejecutivo de Datos masivos y seguridad es un hecho que invita a la reflexión.
Comodidad versus privacidad
Nuestra privacidad siempre ha estado expuesta, y a menudo lo consideramos como un hecho positivo. A muchos nos molesta que, si en un momento determinado se nos ocurre hacer una búsqueda en Internet, por ejemplo de hoteles o billetes de avión para un viaje, durante semanas, o incluso durante meses, nos aparecen por todos los sitios anuncios relacionados con ese posible destino.
Sin embargo, cuando visitamos físicamente nuestra tienda favorita del barrio, digamos que una frutería de las de “toda la vida”, nos agrada que el tendero nos ofrezca la fruta favorita de nuestra familia porque ese día está a buen precio o en excelente punto de sabor. No nos molesta incluso, que si alguna vez hemos comentado en la tienda sobre algún hecho familiar (feliz o triste), nuestro tendero se interese por la evolución del mismo.
Esa misma personalización de la relación comercial-personal se ha trasladado de forma masiva al entorno digital. El problema surge cuando algunas webs o aplicaciones lo hacen de forma excesivamente intrusiva o abrupta.
Relájese y sea bueno
Querido lector, si usted quiere ser malo, si quiere hacer cosas malas, es mejor que no se conecte nunca a Internet, que no use un teléfono móvil o se acerque a alguien que lo tiene. No camine por un centro comercial o se detenga delante de un escaparate.
Casi mejor no camine por la calle en absoluto. Y en casa olvídese del teléfono, de la red eléctrica, de la del gas y del suministro de agua. Para mayor privacidad no coma, ni beba. Más aún, no respire y por supuesto, no piense.
Pero claro, así no se puede vivir. Relajémonos y actuemos con prudencia en la cesión consciente de nuestros datos. No olvidemos que no hay nada gratis: o lo pagamos con dinero o con un trozo de privacidad.
Pero sobre todo y para mayor seguridad: sea bueno. Feliz semana.
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Artículo publicado en Las Provincias el domingo 12 de junio de 2016